Ocupación histórica del territorio

La Ribeira Sacra es un territorio que presenta una ocupación humana documentada desde el Paleolítico inferior, porque siempre fue una zona estratégica de tránsito aprovechando la red fluvial del Miño y el Sil con sus afluentes. Los recientes sondeos arqueológicos en el yacimiento paleolítico de Pedras, parroquia de Vilelos, en el ayuntamiento de O Saviñao demuestran que la depresión de Monforte de Lemos es un área única en el Paleolítico del NW peninsular con ocupaciones desde el Pleistoceno medio hasta momentos próximos al Holoceno.

Pero fue en el Neolítico cuando estos pueblos empezaron a intervenir en el paisaje, modificando sus formas, dejando su huella. De este período conocemos restos importantes tanto en la provincia de Lugo como en la de Ourense. En tierras lucenses son de destacar los túmulos conservados en tierras de O Saviñao, Pantón, Pobra de Brollón, o Sober, mientras que en tierras ourensanas destacan los yacimientos de los ayuntamientos de Castro Caldelas, Nogueira de Ramuín y Parada de Sil.

Entre el final del megalitismo y al inicio de la Edad de los Metales, en el III-II milenio a. C., las comunidades que ocupaban los valles del Miño y del Sil introdujeron un elemento más que cambió su paisaje, al transformar las rocas que coronaban las colinas en santuarios y lugares de peregrinación dotados de un carácter mágico, donde esas rocas se convertían en altares y lugares de culto.

Así, al igual que había ocurrido con las mámoas, los petroglifos se situaban en lugares estratégicos dentro del territorio, quizás marcando las zonas de caza, los lugares de paso, a las comunidades que los habitaban o a sus creencias, usos y ritos, pero en todos casos en lugares estratégicos en los que es posible dominar amplias perspectivas del territorio, en una forma más de relacionarse con él y con su concepto de la naturaleza y el universo. Aunque en estos momentos el conocimiento de los petroglifos en la zona es parcial, puede confirmarse su relevancia como manifestación de una inquietud cultural relacionada con el conocimiento del medio. De especial interés por la complejidad de sus motivos y la componente estética de sus juegos de formas y agrupaciones son los petroglifos de Cima da Costa (Vilar de Ortelle-Pantón), Regueiro/Tapado do Monte (Anllo, Sober), Pena do Xesta (Proendos, Sober), o el petroglifo exento de Atán (Pantón).

También existen testimonios de la Edad del Bronce, hallazgos importantes como espadas, puntas de lanza y colgantes, como los de Forcas, Mouruás y Ribas de Sil que aparecieron asociados en el lecho del río o en cuevas, lo que es también muestra de la relación del hombre con el medio simbolizada en los instrumentos de su poder.

Durante la Edad del Hierro las poblaciones abandonan las tierras bajas, próximas a los ríos, y colonizan las zonas altas, donde construirán sus poblados fortificados, que conocemos con el nombre de castros . Se trata en general de recintos fortificados, con varias líneas de defensa, de tierra, piedra y probablemente empalizadas, localizados en la cumbre de las colinas, en posiciones estratégicas tanto de control territorial como de las rutas de paso, pero siempre dominando el río. Ejemplos singulares de esta tipología son el Castro de Marce (Pantón), Vilacaiz y Abuime (O Saviñao) o los de Arxeriz (O Saviñao), y San Lourenzo (A Cereixa-Póboa de Brollón) los únicos excavados en la Ribeira Sacra.

La huella de este tipo de asentamientos, que muestra la presencia en la geografía de la memoria de las gentes que habitan el territorio, está también en la prolífica toponimia relacionada con el castro, como Castro Caldelas, O Castro de Ferreira, Castro de Abuime, Castro da Torre (Freán), Castro de Illón (Licin), Castro da Portela (Diomondi), Castro de Mourelos, Castro da Besta (Vilelos), o Penedos do Castro (Luintra), y muchos otros topónimos y microtopónimos.

Estos asentamientos, que empezaron a levantarse a partir del siglo VIII a. C., tuvieron una larga ocupación, porque fueron romanizados y en general continuaron ocupándose hasta el siglo V o VI de nuestra era, e incluso hasta más tarde.

Una vez concluidas las Guerras Cántabras, se inicia la romanización del territorio y la explotación de sus recursos, y la minería fue uno de los más intensamente explotados y de los que dejó una mayor huella en el territorio, con enormes transformaciones, algunas de ellas basadas en los trabajos tecnológicos más precisos y avanzados para la época. La explotación fue intensa en el río Sil, en el que como en las Médulas, en el Bierzo, emplearon el sistema de ruina montium, en especial en Montefurado y en la Cuvela (Torbeo).

Dadas las características genéticas de las cepas gallegas parece que existe una gran variedad y componente arcaico en su naturaleza que puede llevar a afirmar que la dominación romana favoreció el injerto y cultivo de la vid y, a partir de un momento de desarrollo, la producción de vinos.

A pesar de la importancia y significación de lo expuesto en el ámbito de la primera historia de la Ribeira Sacra, la verdadera magnitud de la concepción de un territorio singular comienza a partir de la época romana tardía, de la que permanecen espléndidos vestigios arqueológicos en Proendos, Castrillón, Temes, Atán, San Xoán de Camba, Rocas, Montefurado, y Licín, y aún de forma más relevante en la Alta Edad Media, que será cuando el territorio tome conciencia de su personalidad como la auténtica Tebaida de la antigua Gallaecia romano visigótica.

En la configuración del paisaje de la Ribeira Sacra un elemento esencial fue la presencia de los primeros cristianos, que probablemente llegaron y se instalaron en las cercanías de los castros habitados y en los asentamientos más o menos estables del ejército romano que se desplazó a la Gallaecia para controlar las explotaciones mineras, ya que en los primeros momentos es un culto gubernamental asociado a la vida urbana, que tiene dificultad para penetrar en los paganus (campesinos). De esas fechas iniciales son los restos del sarcófago de Temes que se encuentra sobre el arco triunfal del presbiterio de la iglesia de Santa María de Temes, que está muy próxima la confluencia del Sil y del Miño y de una vía romana secundaria.

Además contamos con otra pieza singular como es el crismón de la Ermita de Quiroga, localizado también en las riberas del Sil y que es una obra de referencia ineludible en la inicial cristianización del territorio y en la conformación de su identidad como espacio espiritual.

Pero además de estas evidencias materiales y que son en sí piezas valiosas por su interés artístico y histórico, existen referencias a la importancia de este vasto territorio como un lugar de oración, de retiro, de meditación y de penitencia, desde los primeros tiempos del cristianismo, cuando las primeras comunidades de anacoretas se instalaron en una zona amplia que engloba los territorios del Bierzo y de la Ribeira Sacra, alrededor del Sil.

En tiempos de la monarquía sueva (409-585) está documentada la importancia del ermitismo en este territorio, en los que los anacoretas vivían alejados y celebraban sus ceremonias en cuevas. La más conocida es el monasterio de San Pedro de Rocas, santuario ermita.

En los siglos de la Alta Edad Media, la presencia de anacoretas en este territorio fue relevante e intensa, como testimonian la necrópolis de Barxacova en Parada de Sil, uno de los mayores conjuntos funerarios rupestres conocidos con decenas de tumbas antropomorfas dispuestas excavadas en la roca, o la inscripción localizada en un imponente farallón pétreo en la desembocadura del río Fiscaiño en el Bibei, en la Pobra de Trives.

En el caso de la ciudadela de Santa María, se conserva un lagar rupestre conformado dentro de una estructura rectangular. El pan y el vino eran los dos elementos imprescindibles para la celebración de la eucaristía cristiana. El territorio de las orillas del Miño y del Sil fue asumiendo el soporte de pan y vino de una extensa vida fundamente influenciada por los anacoretas, eremitas, incipientes comunidades de monjes, refugiados, y repoblaciones promovidos por reyes cristianos en lucha por recuperar territorios para su poder, lo que caracterizaba el lugar de una honda espiritualidad. Esta circunstancia favoreció la fundación de los primeros monasterios dúplices, promovidos por la nobleza local como lugar de acogimiento al final de su vida y como ofrenda para favorecer su juicio espiritual.

Los monasterios dúplices dejaron paso a las abadías masculinas y femeninas entre las que destacan Santo Estevo y Santa Cristina de Ribas de Sil, San Salvador de Asma y San Estevo de Atán, en el caso de las masculinas, y Santa María de Pesqueiras, San Xoán da Cova, San Fiz de Cangas y San Miguel de Eiré en el caso de los femeninos. Con los monjes regulares llegó una nueva forma de organizar el trabajo y la gestión del territorio. Introdujeron nuevos cultivos, entre ellos nuevas variedades de vides que convivieron con las existentes y probablemente mantuvieron el sistema de cultivo en bancales, aprovechando las mismas piedras del terreno para hacer los muros. Este sistema de explotación de la tierra permitía aprovechar las laderas de fuerte pendiente para el cultivo tanto de la vid como de otros productos como legumbres, verduras, frutales, olivos o castaños.

A lo largo de los siglos XI y XII se erigen las principales iglesias románicas en las que trabajan importantes talleres, algunos de ellos vinculados al Maestro Mateo, como se puede apreciar en Santo Estevo de Ribas de Miño o en Santa María de Pesqueiras, o del taller de la Catedral de Ourense, como en Santo Estevo de Ribas de Sil.

Durante la Baja Edad Media, tanto los monasterios como los nobles explotaban el territorio mediante un sistema de aforo que en muchos casos vinculaba a una familia por tres vidas prorrogables. En esos contratos no sólo se explotaba la viña, la huerta o el soto, sino también la pesquería o el molino que estaba junto al terreno.

La expansión de la vid a partir del siglo XV queda documentada en los contratos de foro donde se obliga los foreros a plantar las fincas o montes para producir vino. Los monasterios construyen un número importante de bodegas para el almacenamiento del vino, desparramadas por los distintos territorios donde tienen sus propiedades. Así, el monasterio de San Salvador de Asma en 1433 tiene documentadas siete bodegas, a las que se añadieron otras nuevas en los siglos XVI-XVIII.

La situación mudó con las políticas activas de los Reyes Católicos en el siglo XV, cuando impulsaron con el apoyo del papa Alejandro VI la reforma de las órdenes regulares. Todos los monasterios de la Ribeira Sacra fueron revisados y concentrados, incorporándose a la observancia. Este proceso de cambio llevó a una reorganización tanto del monacato como de la gestión del territorio y de los recursos. En esta reorganización, las fundaciones femeninas fueron prácticamente eliminadas, decayendo así el importante papel que habían tenido hasta entonces en la organización del territorio.

Las rentas de los monasterios no dejaron de aumentar, y con ello se produjo también una renovación artística. En las principales abadías se acometen grandes reformas en las edificaciones, mobiliario y en los objetos litúrgicos, mientras que en las fundaciones más modestas, en las que se mantuvieron las fábricas medievales, se impulsó una modernización estética mediante la decoración interior de los templos, con ciclos de pintura mural. En la Ribeira Sacra, al contrario que en la mayor parte del territorio gallego, aún se conservan muchos de estos grandes y hermosos paneles pictóricos que son un buen ejemplo de la plástica manierista el contrarreformista, entre los que destacan los de Nogueira de Miño, Seteventos, Pesqueiras, Proendos, Diomondi o Eiré.

El crecimiento y la importancia estratégica que consiguieron los monasterios como gestores de este rico territorio durante los siglos XVII-XVIII resulta evidente a la vista de las grandes obras y construcciones de las fábricas de Santa María de Montederramo, Santa María de Ferreira de Pantón o Santo Estevo de Ribas de Sil. Buena parte de estas obras se costearon con la venta de las rentas y de los diezmos que los monasterios percibían.

El poder ejercido desde los monasterios tenía desde época medieval en este territorio el contrarresto del poder de la nobleza terrateniente personificado en los Conde de Lemos, que ejercían sus dominios desde el norte y el sur de las riberas del Sil en Monforte y en Castro Caldelas, o los condes de Amarante desde el Castelo de Maceda. Otras casas señoriales tenían en la Ribeira Sacra sus pazos sus propiedades como los Quiroga, los Somoza, los López de Lemos, los Camba, los Varela, los Temes, o los Taboada.

Ejemplo del poder agrícola derivado de los linajes guerreros medievales y de las riquezas de diverso origen son las magníficas casas y pazos que se conservan. En ellas la arquitectura y la naturaleza forman un microcosmos perdurable en el tiempo, como ocurre en la fortaleza de Taboada, en los pazos de Perrelos, Buía y de Relás (Taboada), en el pazo de Tor (Monforte) o de Bóveda, así como en las casas grandes de Boán y del Pacio en Sabadelle (Chantada), en la casa grande de Touza (Carballedo), en la casa grande de la Lagariza (Pantón) o en el pazo de Cristosende (Teixeira), verdaderos centros de poder, factorías de transformación agrícola y cómodas residencias de ocio en los que se mezclaba el trabajo del campo y la cultura.

Además, estas élites tuvieron un papel importante en los movimientos culturales de la época, ocupando en el siglo XVIII y XIX el lugar que habían dejado los monasterios, de ahí la importancia de algunas de las bibliotecas de estas casas, que conservan piezas únicas de nuestra literatura.

Un territorio que había sido conformándose siglo a siglo con el trabajo continuo de las comunidades que en él residían, al servicio en general de un poder asentado en sus cercanías y ligado a él, se ve sometido a una transformación a mediados del siglo XX, en la década de los cuarenta, cuando de forma radical y vertiginosa su fisonomía se transforma. El recurso que venía sosteniendo este territorio, el propicio valle, peado e inaccesible, de los cañones abancalados del Miño y del Sil, que ofrecía vino, castaña, fruta, cereal, salmón y lamprea, de pronto, como había sucedido dos mil años antes, queda en segundo lugar frente a una novedad tecnológica: el potencial de energía del agua acumulada para producir electricidad.

Se construyeron en el Miño los embalses de Belesar y Los Peares y en el Sil los de San Martiño, Sequeiros, Santo Estevo y San Pedro. Estas nuevas infraestructuras, hechas con el diseño y dimensiones más avanzados de la época, monumentales desde un punto de vista técnico y ejemplos singulares del patrimonio industrial, asolagaron numerosas poblaciones, así como las tierras más fértiles de cultivo, que quedaron bajo las aguas. La percepción del espacio, las comunicaciones, la forma de cultivo y la forma de vida del territorio se vio sometida a una profunda transformación. Sin embargo, las comunidades siguieron ligadas al territorio. Aunque amortizada bajo decenas de metros de agua permanece una parte del paisaje, sobre de ella emerge con más fuerza la identidad de un lugar marcado por la pendiente, por las muras y por la orientación, aún lleno de vides.

A partir de la construcción de los embalses, las características climáticas de los dos valles cambiaron por el incremento del volumen de agua embalsada y eso favoreció el cultivo de la vid, pero al tiempo mantiene una rica biodiversidad que permitió calificar las riberas del Sil, del Mao y del Miño en zonas de la Red Natura.